La lectura de los textos ocultos, borrados y/o perdidos de un palimpsesto, en un inicio, se dio a través del uso de sustancias químicas que dejaran entrever las huellas de las letras borradas tras el raspado con piedras. Con el paso del tiempo, se emplearon diversas variedades de luces como técnica menos agresiva con los documentos, evitando así la erosión.
‘Hecho en la ucronía de un palimpsesto’ dio inicio a una serie de poemas que se caracterizan por ser tan experimentales como figurativos. La palabra exhibe, así, una vía alternativa a la experiencia.
Así empezaba la historia que le contaría. Habían pasado dos o tres meses desde la última vez que se vieron; ya no lo recordaba, el tiempo es elástico y la memoria laxa cuando el espacio es solo distancia irreconciliable. Pero ahora debía llenar los vacíos de las letras con hondas reminiscencias, así no se perdería con sus palabras y encontraría el camino de regreso a casa.
Llega diez minutos antes de la cita; un poco antes, por si acaso el reloj decidiera traicionarle y delatar su desidia, ese temor programado. Su puntualidad había mejorado en los últimos años. «Has crecido», le decían, «ya no eres quien eras antes». Se preguntaba, claro, si es que antes era algo, pues en su presente poco reconocía del pasado, y si no era algo en ese entonces, tal vez tampoco era algo en este. «Mírame,», le decía cuando sus dudas rozaban las superficies de toda paciencia, «puedes verme porque existes. Esta incertidumbre es tuya». Desde que sus ojos dejaron de verle, había tapado cada espejo y cerrado cada puerta. Solo las ventanas quedaron abiertas, por si un día veía pasar un reflejo entre las sombras. En fin, llegó temprano, por más tardío que fue su despertar. Decidió no bañarse para apurar al tiempo. Priorizó verbos, descartó sustantivos y recorrió sus adjetivos: sistematizó, una vez más, sus fragmentos. Subió las escaleras, saludó con una sonrisa; esa, que a veces cuestionaba si era falsa porque la mayoría de las veces que sus labios se contorsionaban no sabía por qué lo hacían. Tal vez porque en su juventud le dijeron que se veía mejor cuando sonreía. No escuchó el «te ves bien» previo a dicha declaración, pero supuso que así era mejor; algunas cosas no necesitaban una secuencia superlativa. Sin embargo, el asistir a una cita con el dentista sí.
En la silla de la sala de espera acomodó sus pensamientos. Le preguntarían por qué estaba ahí. Si respondiera con sinceridad, diría que no lo sabe, que siente dolor en la parte izquierda del rostro. «Una vez, corté mi yugular y casi muero desangrada», le dijo cuando hablaron de hospitales. Tras escuchar su historia, se tocó el cuello con un movimiento repentino, instintivo. Sintió en ese simulacro de muerte su muerte real, y quiso detenerla con la presión de sus yemas. Ella sonrió al ver su susto, y la tensión en sus músculos fue liberándolo de a pocos. Dijo siempre gustar de su imaginación, y ahora que presionaba las teclas del computador como si su vida se escapara en la inercia de estas, se preguntaba si nuevamente sonreiría al ver su miedo, y así dejaría de dolerle el rostro. Mas debía ser práctico: «Tengo hinchada la mandíbula, creo que es la muela del juicio», eso es lo que respondió. Lo hicieron sentarse en una silla con respaldar movible. Sin precaverlo, su torso fue bajando lentamente. Quiso detenerse en los segundos del aire, aferrarse a un invisible hilo que no le permitiera hundirse, pero era ya tarde: su cabeza había tocado los 180° grados. «Vamos, nadar de espaldas no es difícil», le había dicho su hermana cuando lo vio chapoteando desesperadamente. Sin embargo, la posición horizontal nunca había sido su favorita. Aborrecía el momento en el que el agua entraba por sus oídos, su cuerpo se hacía muy pequeño y una gota bastaba para ahogarlo. En las noches, cuando su cabeza tocaba la almohada, las ráfagas de viento, que por la ventana abierta entraban, infiltraban sus dimensiones; el colchón era una gran masa de agua que en sus olas lo revolcaba. Recordaba, entonces, cuando le decía que le gustaban las playas. «No le temo a la marea», se repetía, como un mantra o ruego desesperado, «sé que una isla nos situa». Y dormía, soñaba una vez más con la isla sobre las nubes; la arena que pisaban los dos pares de piernas sostenía la gravedad entera.
«Abra la boca», le dijeron, mientras introducían un pequeño espejo explorador. Se entretenía con la idea de que quizás en esa cavidad encuentre el especulo a su doble. Perseguía a la distracción como un gato a un ratón: sustento ante la negativa de ver a ese par de ojos que se acercaba sin ningún recelo a los suyos y el entumecimiento de la boca que no paraba tanto tiempo abierta. «Si sigues comiendo tantos silencios, te vas a atragantar con ellos», le había dicho un amigo cuando lo encontró sepultado bajo hojas rayadas y esperanzas tachadas. «Sí, es la muela del juicio, quiere salir, pero no tiene espacio; habrá que sacarla», así concluyó la exploración, y los ojos esta vez no huyeron a los otros. Instantáneamente, su vista desesperó el descanso ocular, pero las coordenadas no eran las mismas y no encontraba ninguna de las horas que lo condujeran a ella. Las agujas ya no transportaban estímulos, solo anestesias. Se le adormecía la mitad del rostro, y por primera vez sintió solo la mitad de la lengua entumecida. Le preguntaron si es que la anestesia estaba haciendo efecto, y aunque le tentaba permanecer en silencio, descubrió que el mutismo era más fácil de ignorar cuando solo la mitad de los nervios estaban dormidos. Respondió afirmativamente, no obstante, su verdad se puso a prueba con una pinza, «para asegurarnos», justificó. Recordó, entonces, una pregunta a la que nunca supo responder: «Del uno al diez, ¿cuánto es tu dolor?». Medir el dolor le parecía un concepto extraño, tan sintético que terminaba siéndole ajeno tanto a la escala como a su objeto. No importaba si decía uno o diez, o cualquier otro número, el dolor no hablaba su lenguaje y poco le importaba sus números. La primera vez que exclamó «¡diez!», su suplica no fue escuchada. «Ya vamos a terminar», le dijeron, pero faltaba una hora más. Cada que lo recuerda se le aprieta el estómago, le tiembla la pierna y pierde su equilibrio. «Has pasado por mucho», lo consolaba así cada que lo encontraba cayendo. El sonido de su voz suavizaba el suelo; cuando se levantaba y sus ojos se encontraban en paralelos, ella asentía suavemente. Una vez comprobado el sueño de las encías, otro par de manos se sumó a la operación. El primero escarbaba, clavaba y cortaba todo impedimento que lo separara de la búsqueda de su tesoro, el segundo le sujetaba el rostro, como si fuera una presa necia que aún no comprende que en este orden es la comida. En esos momentos recordaba con añoranza la anestesia general, menos imágenes se imprimían cuando la desconexión era total. Hace un par de años le tuvo que decir que no podría verla más porque no iba a poder caminar, como si su rodilla paralizada fuera un parpado cerrado. Ahora, toda célula de su cuerpo se abría para poder verla; pero no importaba cuanto se extendieran, solo encontraban los ecos de una causa lejana.
La muela, obstinada, se aferraba a la mandíbula, como si supiera que fuera de esta le esperaba un turbio destino. Apretaban su mejilla, jalaban sus encías y atropellaban la lengua. «Está flojito, ya sale». Una frase familiar, un retorno; una vez que llega, el dolor nunca se va, solo se vuelve un residente más. El diente se rinde, su cuerpo sale intacto. Se lo muestran. Su prematura muerte muda la existencia entera, como el fuego de una página quemada. Si renace, no lo hará en sus tierras ni según las leyes de su naturaleza. Es tan pequeño que provoca una pregunta: ¿cómo pudo haber causado molestia alguna? El tamaño es una insignificancia, puede que el problema resida en la posición de su momento. Dos puntadas para cerrar la hemorragia. El hilo se vuelve visible pero ya no lo sujeta a él, sino al fantasma del caído. La receta: un analgésico y un antibiótico. Toma el papel y lo guarda, se cuestiona si deberá comprar las pastillas, ahí, donde el dolor es un hábito y la vida, más que un estado, es una reliquia. «Sigue las indicaciones del médico», diría ella, y por ese arcano recuerdo, va a la farmacia y compra los medicamentos. «No estés tomando de más», decía su madre cada que lo veía adelantarse a las prescripciones como si las pastillas fueran oraciones. Compraba, entonces la cantidad exacta, pero conservaba siempre las recetas, por si sus juramentos lo traicionaran. Mientras toma el analgésico, sopesa sus beneficios: le duele la espalda y sus músculos tiemblan. Tal vez así calle los murmullos de su cuerpo, que parece un cementerio tomado por espectros. Traga la pastilla con facilidad, y aunque es una práctica que tiene dominada, le sorprende la naturalidad con la que la pastilla se abre paso por su garganta, sin dejar pasar la gasa que conserva sobre la incisión que le recomendaron dejar por una hora. Aprecia su capacidad para filtrar, y recuerda una vez más lo que le dijo aquel amigo suyo. «Algún día me atragantaré con mis palabras, nadie podrá recoger lo regado y encontrar en ello arte». Exhala tenuemente; ella y la nada se han fundido en un suspiro.
Camina, aturdido y desencajado. «No soy de este lugar, no pertenezco a estas calles, o a este cuerpo. Las personas, las luces, los ruidos, todo de cartón» Sus manos ya no son canales que lo comunican con el resto, sus piernas ya no son vehículos que lo transportan. Sube al bus, se estremece y aferra al tubo vertical cercano a las puertas. Un buen samaritano, notando su turbación, le ofrece el asiento. Declina primero la invitación, por creerla muy innecesaria y creerse poco merecedor de tal gracia; pero ante la insistencia, deja caer su cuerpo en el asiento, que lo recibe como lo haría un capullo desprovisto de su contenido. Envuelto por el plástico que lo contiene, llora. El llanto sale raudo, sobrecargado. Los nervios que no alcanzaron el sueño amenazan con despertar pronto a los que sí; se debe hacer justicia. «No eres una mala persona,», decía ella cada que le confesaba la perversidad que lo oscurecía y cuánto deseaba redimir sus crímenes de alguna u otra forma, «he conocido a malas personas, y tú no eres una de ellas». Cada que ella le aseguraba aquello, se preguntaba a cuántas malas personas conocía y por qué eran malas, por qué estas sí eran malas y él no, que arrastraba una culpa tremenda, producto de no olvidar errores y castigar su memoria con los aciertos a destiempo. «Me parece tan violenta esta ciudad, me asusta», le dijo alguna vez, y ella asintió, compartiendo su temor, reviviendo, tal vez, el suyo. La memoria difumina el caos citadino, prevaleciendo solo el suyo. Quiso ponerlo en papel, para ver si lograba esclarecer algo. «Si pudieras leerlo, sabrías que decir, y yo sabría que callar», pensaba, mientras escribía el incompleto cuento. Sin tener quien lo leyera, perdía propósitos y ganaba incongruencias.
Todo efecto sedante había abandonado ya su cuerpo luego de cumplir pulcramente la jornada. El lado izquierdo del rostro le dolía; sin pensarlo tocó su cuello, como si una grieta se le abriera y desangrara su aliento; la muerte toca rítmicamente la puerta, pero la encuentra cerrada y solo le queda asomarse por la ventana. Dobla las páginas y las guarda en el cajón, junto a sus fotos y libros favoritos. Se acerca con una silla a la urna sobre el estante, se sienta frente a ella y como solía hacer cada que le contaba una de sus historias, empieza: «Hoy me sacaron la muela del juicio…»