(presentía tu huracanada ausencia el reporte meteorológico)

bajo el pino

de tus estudiados versos

canto violeta

por si tu silencio me acompañase

mejor que la voz

y la ceguera que nos guio

cuando prometimos no rozarnos

las heridas al acostarnos

cubiertos de nada en excesos de tiempo


(presentía tu huracanada ausencia el reporte meteorológico)


ahora el aire nos arroja como siempre lo hizo

lejos, hondo, dispersos

s i g o b u s c a n d o e s c r i b i r t e m e j o r e s p a l a b r a s

porque el olvido no es

ahora remedio de añoranza

ni brea pegajosa para quitarle

vida al agua, como si todo

fuera la tierra girada

del día que llega


como ingrávidas pompas de jabón

que el pulgar de la noche reventó

con tus ojos de fuego,

tu miedo al cernícalo,

y mis manos de nada.

ahora, nada


fenómeno atmosférico que se repite y se repite y se repite

Hohlraum o la búsqueda de pares artificiales

La angustia, dice,

es la única emoción verdadera;

llena así el vacío

del héroe y su tumba excavada.


No se sabe si alguna vez bailó,

pero en esta cavidad cabemos los dos

por el tiempo ilimitado

que entierran los grillos

en el espacio donde no cavamos más

la luna de borde amarillo en el Cusco

de la noche de naranja circunferencia,

a la cual le proferí tu luz,

y el centro innegablemente blanco,

a la cual le otorgué tu ceguera paliativa

para nublar nuestros conceptos del amor.

Artes gráficas propias

La nada atrapada en nuestras palabras,

solo por el gusto de coleccionar signos,

ha sido escrito en la lengua que murió tus labios.

Jugar en exceso causa ludopatía

Artes gráficas propias

Lo que creo saber se me derrama por las orejas

como una sustancia viscosa

que el mareo de mi pupila delata.

¡Que la poesía albergue la acumulación de impactos!

Estos momentos traducidos en mi propio texto-otro;

que no te reconozco,

y las letras se entrelazan bajo la dinámica

del bus y sus llantas.

Mi periferia es una suerte de calco

de lengua muerta y texto olvidado.

Que el cuerpo y el género,

la mujer, el hombre y el gato;

un giro y un salto.

«¡Las manos en alto!»

Yo no digo mi nombre,

tú no sabes si existo

o si solo soy el ejercicio

de un algoritmo obstinado

en volver sus números trazos,

en dibujarte un paisaje con el trasvase de estos retazos.

Y si no es un tejido,

y la biopsia excreta el daño;

«la enfermedad no existe»,

repetías su canto.

Pero quienes eran ellos para hablar de locura

dentro de esas cuatro paredes del extraño,

si se olvidaban haber nacido

cada que cruzaban los pasos.

Los espejismos son más que engaños.

Ella no va a quedarse en su tercera persona,

y él va a jugar hasta que la vida no se le regrese más.

Y todos dirán, al unísono,

que algo esperan.

Pero tú escribirás que no tienes nombre

ni sexo entre las piernas.

Cortarás todas las etiquetas de las ropas,

porque la exacerbación de tu piel se niega a las clasificaciones.

Inviertes y miras con las manos,

tocas con los ojos;

te amputas las pestañas

y aprietas los dedos

mientras lloras con la lengua.

Con el sabor que tras la confusión sale de color grismarrón

pintas la tierra

que sale y entra,

o estoy muy dentro o muy fuera.

Adicta al rebote,

voy yendo rotosloshuesos

y aun así no duelo la carne

que pierdo cada que te digo que no comprendo

el goce de la muerte colectiva

en una sociedad de sabuesos.

Se figura una fórmula

Perder el entretenimiento

de la asociación de palabras,

y negarle así al sentimiento

un antaño anhelado.

Que la poesía es un juego de espejos

y la multiplicación de la evocación permite

la transmisión de una frecuencia, 

(escuchada por)

los oídos que dejan de ser humanos

para transmutarse en caracolas y tambores.

Escribir de la Vida y la Muerte,

como si las raíces fueran anclas de mamíferos

en sus extremidades ingrávidos;

y los huesos,

armazón de invertebrados ucrónicos.

Insolencia e irracionalidad,

un absurdo desplegado

sobre la consciencia del quiasmo;

cual viaje que confunde 

cada uno de sus pasos.

Las preguntas se oponen a la certeza,

como una picazón entre pliegues 

                               (escondida)

que la lengua alivia cuando recompone

al alma que se reconstituye.

Al proceso solo le sirve 

como bandera el tiempo.

El fin solo se apuesta 

cuando consume su rostro.

Pero las máscaras son apariencias

de experimentación simbólica;

se figura una fórmula:

se entrama el verso

desde el consuelo de un verbo.

Hecho en la ucronía de un palimpsesto

Existe una utopía en la que discurre

el no poder cruzar el espejo

si se superan los tres segundos

en la frente del foráneo espectro.

No tendrá ya mis ojos la mirada alcázar;

será lengua de espía

y amenaza de silencios

el acercar mis manos a su témpano

y descubrir en la dureza de sus dedos

la torción primigenia

del afuera hacia dentro.

Le obsequio los susurros de mis yemas,

casi que las toca,

casi que las quema.

Se abren los canales

y corre lo extinto:

El pequeño miedo,

una escala de corta rabia

a la medida de juventudes bifurcadas.

Los pétalos agujereados,

de tantas ganas de ser tocados

por un manto trasnochado,

adormecen el peligro

de hacer una victima

al revoltijo cifrado:

«Como quiera el quién

en su qué

el querer qué

sin ser quién»

(El crimen es un poema de contienda.

¿Cuántos veces más invocará

el perdón a su culpa,

solo para comprobar

la inconmensurabilidad del error?)

El mareo ha transitado

desde su lado equivocado

en el paréntesis de un paso.

Toca soñar que se ha escapado

de la prisión de los espacios en blanco

y las palabras vacías.

Que la nostalgia y el pasado

no son sino evocaciones

hechas en la ucronía de un palimpsesto

que busca entre sus huellas

lo que perdure al momento.

Adobe Illustrator + CapCut

La lectura de los textos ocultos, borrados y/o perdidos de un palimpsesto, en un inicio, se dio a través del uso de sustancias químicas que dejaran entrever las huellas de las letras borradas tras el raspado con piedras. Con el paso del tiempo, se emplearon diversas variedades de luces como técnica menos agresiva con los documentos, evitando así la erosión.

‘Hecho en la ucronía de un palimpsesto’ dio inicio a una serie de poemas que se caracterizan por ser tan experimentales como figurativos. La palabra exhibe, así, una vía alternativa a la experiencia.

En el Boletín N°3 del CELIT (UNMSM)

Tras el cristal desempaño

La pequeña salamanqueja oculta

tras la vitral mirada de una copa me recuerda

la inocencia perdida,

malversada;

aquella que se preserva

junto a los insectos inertes

que en sus frascos protegen

al polvo del tiempo.

Mi madre dice que recolectando exoesqueletos

me parezco a mi bisabuelo.

Nunca lo conocí,

 quizás nació muerto.

Exoesqueleto de Libélula encontrado en Santa Rosa de Quives

(Pero todo espectro rodea

los humos de su hoguera.

Pistolas empuñadas por hijos,

brazos vacíos para las hijas;

fuegos fatuos y vapores condensados.)

Escribiendo desde la naturaleza,

la Tierra cobra una mayúscula superlativa

a las lenguas prohibidas

que en el canto de las cigarras toman cuerpo;

las resonancias dentro del tórax anochecen

las intermitencias de una melodía

frecuentes al colapso de un astro.

Y la soledad,

tan sola ella,

recolecta en sus cabellos las historias sueltas

 que recorren sus yemas en una cinta de Moebius;

desorientados arribas y abajos

nunca se atan los cabos.

De ese borde nos aferramos

cuando la transparencia no tiene otro lado.

(Cae la noche y tiemblan las hojas del molle

como el habla de mi ausencia extraña)

Quives, Canta

No tengo más rostro,

los cuerpos son solo momentos;

juega en contra el afán etéreo

de andar los pasos efímeros.

La imagen es imprecisa,

su lectura a un anhelo atribuida.

(Como Ícaro asolado,

me asedio

con las brasas de las alas quemadas

y las cenizas en una mejilla dispersas)

Tras el cristal desempaño

las palabras, meros engaños,

de estos retratos orgánicos.

Regreso a Cusco tras diez años

Las siete pléyades alumbran el extravío

 de la mano y su compás desafinado; 

el eucalipto seca la humedad 

de la hoja y su cristal empañado;

las piedras refrescan el ardor

del tanatoturista y sus souvenires robados;

la luna amarilla pinta la deformación

del lobo-hombre y sus aullidos plateados.

No retumban más las montañas enajenadas,

resuena ya el canto de la ocarina-pájaro

que le devuelve,

miel silbando,

al tiempo sus diez saltos;

a Wiracocha,

sus báculos.

Lepidóptera

Huevo

Expulsada del vientre

mis ojos prematuros rodaron por las hojas

incrustándose en el suelo

Mi corion transparente enfrentaba al Otro

con un sin fin de maleza silvestre

Quise mostrar el verdor

pero algún daltonismo venció

Su mirada

un pestañeo

La alteridad

una quimera

Pasada la primavera marchité

La costumbre explicó a la razón

le entregué el corazón

Las enredaderas se apoderaron del deseo

con colmillos despedacé las dudas

La amnesia, ciega, sorda y muda

contagió al pueblo entero

Enterrada la piedra del camino

sin pisada alguna que la maldijera

halló en el subsuelo su aposento

Reinando las fosas

al exilio hice propósito

único credo en herejía

Alzado su altar

el tiempo en mechas de velas se consumió

y mi fin a su inicio conoció

Oruga

Carente de apetito

nutrida con el ayer

hallé refugio de toda inclemencia

en el mimetismo

convincente reflejo turbio

y en la náusea

desagradable espectro avinagrado  

Desprovista de habla

mordí mi lengua para tragarla

resonando la garganta descuerdada

Inflamada mi soma

reptaba desde las fosas

ondulando horizontes y verticales

Cuando el escarlata no pintó más el papel

el color de la tinta cambió

adoptando el tono público del presente

matiz de un vacío compuesto

Refugiada en su ficción

me aferré a la pluma exaltada

la navegante milenaria

Reposó mi cuerpo enblandecido

en la hoja más alta de un jacarandá

Acosté la anhedonia

hasta que el tiempo

cansado de esperar

me cubrió con su evolución

y con la metamorfosis mi fe estalló

Crisálida

Mis nervios alterados

sucumbieron ante la tibia nada

Los minutos se dispararon desde un reloj

el olvido y las telarañas

Colgada cabeza abajo

acaricié nubes duras y piedras flotantes

contemplé estrellas diminutas y granos de arena gigantes

Se clavaron las puntas en el fragmento

de un pensamiento devorado por el viento

Escuchaba junto al silencio

como el tiempo iba desapareciendo en su caparazón

Una última intención trepó

desde el estómago sulfúrico

partiendo el cráneo en dos

bañando por completo mi inercia

con grafito purpurina

Desintegrada la materia

el pensamiento se extinguió

El centro omnisciente

de la larva durmiente

en su coraza de seda envolvió

los escombros de la violenta conversión

Fondo terriblemente largo

la gravedad vuelta cero

Pausada la cronología

y despojada de percepciones

dos pulsos le abrieron paso

a mi amanecer encapsulado

Imago

Al momento de la explosión

piel y órgano disparan el orden

Revueltos los fragmentos,

revivo los sueños,

recuerdo los olvidos

Espero, lívida

la caída del capullo

el Renacimiento de mi verbo en raíz muerta

Los rezagos sociales

escapan de la Crisálida

Bombeando mis venas con rayos solares

extiendo mis alas

nueva rigidez magnificada

Expulso el meconio

alumbrando un origen certero

Mariposa que ha de volar

sus alas se desplegarán

apuntando a la derecha del sol

persiguiendo la izquierda de la luna

Acompañada del néctar

desglosaré mi lengua espiralada

en flores inéditas

El enjambre que la angustia conoció como hogar

se pierde tras el goce de la soledad

La hija del aire vagabundo

de mis manos alza el vuelo

libre 

propia

«Hoy me sacaron la muela del juicio»

Así empezaba la historia que le contaría. Habían pasado dos o tres meses desde la última vez que se vieron; ya no lo recordaba, el tiempo es elástico y la memoria laxa cuando el espacio es solo distancia irreconciliable. Pero ahora debía llenar los vacíos de las letras con hondas reminiscencias, así no se perdería con sus palabras y encontraría el camino de regreso a casa.

Llega diez minutos antes de la cita; un poco antes, por si acaso el reloj decidiera traicionarle y delatar su desidia, ese temor programado. Su puntualidad había mejorado en los últimos años. «Has crecido», le decían, «ya no eres quien eras antes». Se preguntaba, claro, si es que antes era algo, pues en su presente poco reconocía del pasado, y si no era algo en ese entonces, tal vez tampoco era algo en este. «Mírame,», le decía cuando sus dudas rozaban las superficies de toda paciencia, «puedes verme porque existes. Esta incertidumbre es tuya». Desde que sus ojos dejaron de verle, había tapado cada espejo y cerrado cada puerta. Solo las ventanas quedaron abiertas, por si un día veía pasar un reflejo entre las sombras. En fin, llegó temprano, por más tardío que fue su despertar. Decidió no bañarse para apurar al tiempo. Priorizó verbos, descartó sustantivos y recorrió sus adjetivos: sistematizó, una vez más, sus fragmentos. Subió las escaleras, saludó con una sonrisa; esa, que a veces cuestionaba si era falsa porque la mayoría de las veces que sus labios se contorsionaban no sabía por qué lo hacían. Tal vez porque en su juventud le dijeron que se veía mejor cuando sonreía. No escuchó el «te ves bien» previo a dicha declaración, pero supuso que así era mejor; algunas cosas no necesitaban una secuencia superlativa. Sin embargo, el asistir a una cita con el dentista sí.

En la silla de la sala de espera acomodó sus pensamientos. Le preguntarían por qué estaba ahí. Si respondiera con sinceridad, diría que no lo sabe, que siente dolor en la parte izquierda del rostro. «Una vez, corté mi yugular y casi muero desangrada», le dijo cuando hablaron de hospitales. Tras escuchar su historia, se tocó el cuello con un movimiento repentino, instintivo. Sintió en ese simulacro de muerte su muerte real, y quiso detenerla con la presión de sus yemas. Ella sonrió al ver su susto, y la tensión en sus músculos fue liberándolo de a pocos. Dijo siempre gustar de su imaginación, y ahora que presionaba las teclas del computador como si su vida se escapara en la inercia de estas, se preguntaba si nuevamente sonreiría al ver su miedo, y así dejaría de dolerle el rostro. Mas debía ser práctico: «Tengo hinchada la mandíbula, creo que es la muela del juicio», eso es lo que respondió. Lo hicieron sentarse en una silla con respaldar movible. Sin precaverlo, su torso fue bajando lentamente. Quiso detenerse en los segundos del aire, aferrarse a un invisible hilo que no le permitiera hundirse, pero era ya tarde: su cabeza había tocado los 180° grados. «Vamos, nadar de espaldas no es difícil», le había dicho su hermana cuando lo vio chapoteando desesperadamente. Sin embargo, la posición horizontal nunca había sido su favorita. Aborrecía el momento en el que el agua entraba por sus oídos, su cuerpo se hacía muy pequeño y una gota bastaba para ahogarlo. En las noches, cuando su cabeza tocaba la almohada, las ráfagas de viento, que por la ventana abierta entraban, infiltraban sus dimensiones; el colchón era una gran masa de agua que en sus olas lo revolcaba. Recordaba, entonces, cuando le decía que le gustaban las playas. «No le temo a la marea», se repetía, como un mantra o ruego desesperado, «sé que una isla nos situa». Y dormía, soñaba una vez más con la isla sobre las nubes; la arena que pisaban los dos pares de piernas sostenía la gravedad entera.

«Abra la boca», le dijeron, mientras introducían un pequeño espejo explorador. Se entretenía con la idea de que quizás en esa cavidad encuentre el especulo a su doble. Perseguía a la distracción como un gato a un ratón: sustento ante la negativa de ver a ese par de ojos que se acercaba sin ningún recelo a los suyos y el entumecimiento de la boca que no paraba tanto tiempo abierta. «Si sigues comiendo tantos silencios, te vas a atragantar con ellos», le había dicho un amigo cuando lo encontró sepultado bajo hojas rayadas y esperanzas tachadas. «Sí, es la muela del juicio, quiere salir, pero no tiene espacio; habrá que sacarla», así concluyó la exploración, y los ojos esta vez no huyeron a los otros. Instantáneamente, su vista desesperó el descanso ocular, pero las coordenadas no eran las mismas y no encontraba ninguna de las horas que lo condujeran a ella. Las agujas ya no transportaban estímulos, solo anestesias. Se le adormecía la mitad del rostro, y por primera vez sintió solo la mitad de la lengua entumecida. Le preguntaron si es que la anestesia estaba haciendo efecto, y aunque le tentaba permanecer en silencio, descubrió que el mutismo era más fácil de ignorar cuando solo la mitad de los nervios estaban dormidos. Respondió afirmativamente, no obstante, su verdad se puso a prueba con una pinza, «para asegurarnos», justificó. Recordó, entonces, una pregunta a la que nunca supo responder: «Del uno al diez, ¿cuánto es tu dolor?». Medir el dolor le parecía un concepto extraño, tan sintético que terminaba siéndole ajeno tanto a la escala como a su objeto. No importaba si decía uno o diez, o cualquier otro número, el dolor no hablaba su lenguaje y poco le importaba sus números. La primera vez que exclamó «¡diez!», su suplica no fue escuchada. «Ya vamos a terminar», le dijeron, pero faltaba una hora más. Cada que lo recuerda se le aprieta el estómago, le tiembla la pierna y pierde su equilibrio. «Has pasado por mucho», lo consolaba así cada que lo encontraba cayendo. El sonido de su voz suavizaba el suelo; cuando se levantaba y sus ojos se encontraban en paralelos, ella asentía suavemente. Una vez comprobado el sueño de las encías, otro par de manos se sumó a la operación. El primero escarbaba, clavaba y cortaba todo impedimento que lo separara de la búsqueda de su tesoro, el segundo le sujetaba el rostro, como si fuera una presa necia que aún no comprende que en este orden es la comida. En esos momentos recordaba con añoranza la anestesia general, menos imágenes se imprimían cuando la desconexión era total. Hace un par de años le tuvo que decir que no podría verla más porque no iba a poder caminar, como si su rodilla paralizada fuera un parpado cerrado. Ahora, toda célula de su cuerpo se abría para poder verla; pero no importaba cuanto se extendieran, solo encontraban los ecos de una causa lejana.

La muela, obstinada, se aferraba a la mandíbula, como si supiera que fuera de esta le esperaba un turbio destino. Apretaban su mejilla, jalaban sus encías y atropellaban la lengua. «Está flojito, ya sale». Una frase familiar, un retorno; una vez que llega, el dolor nunca se va, solo se vuelve un residente más. El diente se rinde, su cuerpo sale intacto. Se lo muestran. Su prematura muerte muda la existencia entera, como el fuego de una página quemada. Si renace, no lo hará en sus tierras ni según las leyes de su naturaleza. Es tan pequeño que provoca una pregunta: ¿cómo pudo haber causado molestia alguna? El tamaño es una insignificancia, puede que el problema resida en la posición de su momento. Dos puntadas para cerrar la hemorragia. El hilo se vuelve visible pero ya no lo sujeta a él, sino al fantasma del caído. La receta: un analgésico y un antibiótico. Toma el papel y lo guarda, se cuestiona si deberá comprar las pastillas, ahí, donde el dolor es un hábito y la vida, más que un estado, es una reliquia. «Sigue las indicaciones del médico», diría ella, y por ese arcano recuerdo, va a la farmacia y compra los medicamentos. «No estés tomando de más», decía su madre cada que lo veía adelantarse a las prescripciones como si las pastillas fueran oraciones. Compraba, entonces la cantidad exacta, pero conservaba siempre las recetas, por si sus juramentos lo traicionaran. Mientras toma el analgésico, sopesa sus beneficios: le duele la espalda y sus músculos tiemblan. Tal vez así calle los murmullos de su cuerpo, que parece un cementerio tomado por espectros. Traga la pastilla con facilidad, y aunque es una práctica que tiene dominada, le sorprende la naturalidad con la que la pastilla se abre paso por su garganta, sin dejar pasar la gasa que conserva sobre la incisión que le recomendaron dejar por una hora. Aprecia su capacidad para filtrar, y recuerda una vez más lo que le dijo aquel amigo suyo. «Algún día me atragantaré con mis palabras, nadie podrá recoger lo regado y encontrar en ello arte». Exhala tenuemente; ella y la nada se han fundido en un suspiro.

Camina, aturdido y desencajado. «No soy de este lugar, no pertenezco a estas calles, o a este cuerpo. Las personas, las luces, los ruidos, todo de cartón» Sus manos ya no son canales que lo comunican con el resto, sus piernas ya no son vehículos que lo transportan. Sube al bus, se estremece y aferra al tubo vertical cercano a las puertas. Un buen samaritano, notando su turbación, le ofrece el asiento. Declina primero la invitación, por creerla muy innecesaria y creerse poco merecedor de tal gracia; pero ante la insistencia, deja caer su cuerpo en el asiento, que lo recibe como lo haría un capullo desprovisto de su contenido. Envuelto por el plástico que lo contiene, llora. El llanto sale raudo, sobrecargado. Los nervios que no alcanzaron el sueño amenazan con despertar pronto a los que sí; se debe hacer justicia. «No eres una mala persona,», decía ella cada que le confesaba la perversidad que lo oscurecía y cuánto deseaba redimir sus crímenes de alguna u otra forma, «he conocido a malas personas, y tú no eres una de ellas». Cada que ella le aseguraba aquello, se preguntaba a cuántas malas personas conocía y por qué eran malas, por qué estas sí eran malas y él no, que arrastraba una culpa tremenda, producto de no olvidar errores y castigar su memoria con los aciertos a destiempo. «Me parece tan violenta esta ciudad, me asusta», le dijo alguna vez, y ella asintió, compartiendo su temor, reviviendo, tal vez, el suyo. La memoria difumina el caos citadino, prevaleciendo solo el suyo. Quiso ponerlo en papel, para ver si lograba esclarecer algo. «Si pudieras leerlo, sabrías que decir, y yo sabría que callar», pensaba, mientras escribía el incompleto cuento. Sin tener quien lo leyera, perdía propósitos y ganaba incongruencias.

Todo efecto sedante había abandonado ya su cuerpo luego de cumplir pulcramente la jornada. El lado izquierdo del rostro le dolía; sin pensarlo tocó su cuello, como si una grieta se le abriera y desangrara su aliento; la muerte toca rítmicamente la puerta, pero la encuentra cerrada y solo le queda asomarse por la ventana. Dobla las páginas y las guarda en el cajón, junto a sus fotos y libros favoritos. Se acerca con una silla a la urna sobre el estante, se sienta frente a ella y como solía hacer cada que le contaba una de sus historias, empieza: «Hoy me sacaron la muela del juicio…»