Lo que creo saber se me derrama por las orejas
como una sustancia viscosa
que el mareo de mi pupila delata.
¡Que la poesía albergue la acumulación de impactos!
Estos momentos traducidos en mi propio texto-otro;
que no te reconozco,
y las letras se entrelazan bajo la dinámica
del bus y sus llantas.
Mi periferia es una suerte de calco
de lengua muerta y texto olvidado.
Que el cuerpo y el género,
la mujer, el hombre y el gato;
un giro y un salto.
«¡Las manos en alto!»
Yo no digo mi nombre,
tú no sabes si existo
o si solo soy el ejercicio
de un algoritmo obstinado
en volver sus números trazos,
en dibujarte un paisaje con el trasvase de estos retazos.
Y si no es un tejido,
y la biopsia excreta el daño;
«la enfermedad no existe»,
repetías su canto.
Pero quienes eran ellos para hablar de locura
dentro de esas cuatro paredes del extraño,
si se olvidaban haber nacido
cada que cruzaban los pasos.
Los espejismos son más que engaños.
Ella no va a quedarse en su tercera persona,
y él va a jugar hasta que la vida no se le regrese más.
Y todos dirán, al unísono,
que algo esperan.
Pero tú escribirás que no tienes nombre
ni sexo entre las piernas.
Cortarás todas las etiquetas de las ropas,
porque la exacerbación de tu piel se niega a las clasificaciones.
Inviertes y miras con las manos,
tocas con los ojos;
te amputas las pestañas
y aprietas los dedos
mientras lloras con la lengua.
Con el sabor que tras la confusión sale de color grismarrón
pintas la tierra
que sale y entra,
o estoy muy dentro o muy fuera.
Adicta al rebote,
voy yendo rotosloshuesos
y aun así no duelo la carne
que pierdo cada que te digo que no comprendo
el goce de la muerte colectiva
en una sociedad de sabuesos.